Nos perdemos en el laberinto de la política, la fe y la última jugada del mundial porque discutir sobre el rumbo de la humanidad nos obliga a mirarnos al espejo, y a veces, la imagen que nos devuelve es aterradora. Es más fácil discutir sobre un rey en un tablero que sobre el hambre en el reino.
Olvidamos que el gesto más revolucionario es compartir algo tan noble como el pan, un acto que no entiende de fronteras ni de dioses. En esa sencillez reside una verdad que hemos complicado hasta hacerla irreconocible. Ignoramos que, bajo todos los uniformes y todas las túnicas, la sangre es del mismo color y el corazón busca el mismo refugio.
Quizás todo podría cambiar una noche, tomando vino, cuando las corazas se aflojan y las almas se atreven a conversar sin miedo. En esa honestidad líquida, un ruso y un ucraniano, un israelí y un palestino, podrían descubrir que sus hijos sueñan con las mismas estrellas. Escucharían, tal vez, de fondo, esas viejas canciones que hablan de rosas, melodías que le cantan a la belleza efímera y al amor que insiste en florecer en medio de las ruinas.
Y en un silencio así, profundo y revelador, quizás podríamos ser testigos del milagro más impensado: ver al mismísimo arquitecto de la discordia, a la encarnación de la guerra y el rencor, ver al diablo, pidiendo perdón…
Quizás no hay acuerdos de paz porque la paz no se firma en un papel, se construye en una mesa. Y hemos olvidado cómo sentarnos, mirarnos a los ojos y recordar esa verdad tan simple y poderosa que yo mismo dije:
Somos todos hermanos. Y ya es hora de empezar a actuar como tales.
Y cuando el vino se acaba y la canción se desvanece, llega el silencio del amanecer. En ese silencio, ya no hay preguntas, sino certezas. Las batallas que de verdad importan no se libran en estadios ni parlamentos, sino aquí, en el suelo que pisamos y en el alma que habitamos.
Por eso, primero y ante todo, peleemos por el monte, que nos da vida. Por este monte cordobés que respira a nuestro lado, que nos regala el agua, el aire y la sombra. Peleemos por su piel de espinillos y sus venas de arroyos, porque defenderlo no es ecología, es instinto de supervivencia. Es defender la cuna que nos mece y la tumba que un día nos recibirá. Sin él, toda otra lucha es en vano.
Y sobre esa tierra defendida, sobre ese suelo sagrado, luchemos por la educación. Luchemos por escuelas que no enseñen a obedecer, sino a preguntar. Por libros que sean faros y no cadenas. Y por una justicia que no tenga el peso del oro, sino el equilibrio de la balanza; una justicia que sea el cimiento firme sobre el cual nuestros hijos puedan construir sus sueños sin miedo.
Pero hay una sombra, una maleza que ahoga la raíz del monte y oxida la espada de la justicia. Por eso, con la misma fuerza, no permitamos la corrupción. No solo la del dinero que desaparece, sino la peor, la que pudre por dentro, la que nos susurra al oído que no vale la pena, que es mejor salvarse solo. Esa es la verdadera miseria, la que nos hace caer en la tentación...
La tentación de rendirse. La tentación de ser indiferente. La tentación de creer que un solo árbol talado no importa, que un solo acto injusto es tolerable, que un solo atajo es inofensivo.
Esa, y no otra, es la pelea. La que nos define. La que nos une en una sola trinchera.